ANJ, (Secretaría de Acción Electoral)
Tras la feliz resolución del secuestro del atunero Alakrana, se acaba una odisea que podría catalogarse de vodevil, de no ser por la situación de angustia que, sin duda, habrán vivido los familiares y amigos de los marineros durante estos 47 días.
En nuestro país, hemos asistido a un nuevo pim pam pum jurídico, político y mediático donde, una vez más, hay quien ha visto la oportunidad perfecta para sacar rédito electoral a toda costa, aunque esa costa se encuentre a miles de millas y se juegue con la suerte de los pescadores. Pero dejando a un lado las consideraciones nacionales, el caso Alakrana esconde un complejo tinglado internacional cuyo escenario no sólo se encuentra en las aguas del Índico.
Somalia es el perfecto ejemplo de lo que se denominan “estados fallidos”: sin un sistema político o jurídico efectivo ni sobre sus nacionales, ni mucho menos sobre su territorio, el país se encuentra fragmentado en pequeñas regiones controladas por señores de la guerra. Creado casi con tiralíneas a partir de distintos territorios coloniales italianos y británicos en 1960, Somalia lleva prácticamente 20 años en situación de guerra civil y luchas tribales, además de mantener un enquistado conflicto armado con su vecino, Etiopía, que ha llevado a la hambruna y la muerte a millones de personas. Los intentos de pacificación realizados por la ONU y EE.UU. fueron un sonoro fracaso (todos recordaremos en 1993 el episodio del derribo del Black Hawk). Es, además, el país con el mayor índice de mortandad infantil y de analfabetismo de toda África.
A primera vista, un territorio con semejante situación política y económica no parece el mejor lugar para que barcos de distinta nacionalidad faenen en sus costas. A no ser que eso sea precisamente lo que se busque: la ausencia de legalidad, con el fin de poder esquilmar los recursos pesqueros con toda impunidad. Somalia conserva en sus costas el mayor caladero de atún rojo del mundo, una especie muy cotizada y prácticamente extinguida en otras áreas como el Mediterráneo. Evidentemente, las técnicas de explotación pesquera que desarrollan los buques enviados a esta zona del Índico (incluidos los españoles), a buen seguro serían perseguidas por parte de las autoridades en cualquier otro país que contase con un gobierno y leyes efectivas.
Además, la situación geoestratégica de Somalia, en la encrucijada de las rutas marítimas de Oriente Medio y Asia, se convierte en un lugar perfecto -al no existir control medioambiental alguno-, para que cargueros, portacontenedores, y petroleros realicen tareas de limpieza de sus sentinas, contaminando las aguas territoriales somalíes con residuos de todo tipo, incluidos los radiactivos. Tras el tsunami de 2004, dichos residuos llegaron hasta la costa, emponzoñando las playas y los acuíferos, y provocando miles de afectados por intoxicaciones por sustancias químicas y radiactivas.
Así pues, en un país arrasado por la guerra, el hambre, y con sus recursos naturales expoliados o contaminados, parece comprensible que una forma “viable” de vida para la juventud somalí sea la piratería. Y, como ya sucediera meses atrás con el Playa de Baquio, la resolución del secuestro del Alakrana ha concluido con el pago de un rescate de 2,5 millones de euros, según las informaciones oficiales. Pero dicho pago no se ha abonado mediante una maleta repleta de billetes entregada directamente a los somalíes que se encuentran a bordo del buque, ni tampoco a sus cómplices en la costa. El pago del rescate se ha efectuado mediante una transferencia por internet a una cuenta en alguna exótica isla caribeña.
Resulta difícil imaginar a uno de estos piratas, que difícilmente habrán visto un ordenador en su vida, accediendo a los sistemas de banca electrónica y retirando dichos fondos para cobrar su botín. Por tanto, ¿dónde se encuentran realmente los piratas? ¿dentro o fuera del barco?
Según las informaciones publicadas, tan sólo el 50% del rescate quedaría como botín “en efectivo” en manos de los piratas. El otro 50% se destinará a financiar futuras acciones, y al pago de sobornos. ¿Qué clase de negocio lucrativo es este en el que tan sólo se cobra la mitad de los beneficios?. La respuesta es simple: los piratas no serían capaces de desarrollar su labor filibustera de no contar con una intrincada red cuyo núcleo no se encuentra en una chabola de Mogadiscio, sino en lujosos despachos de la City londinense.
Un informe de la inteligencia militar europea hecho público en mayo desvelaba que los piratas somalíes reciben información desde el Reino Unido, a través de teléfonos satelitales y sistemas GPS, sobre los barcos que pueden secuestrarse, sus nombres, sus rutas, sus cargas, y sus nacionalidades. Así sucedió, por ejemplo, con el intento de secuestro en marzo del atunero vasco Felipe Ruano. De no ser por esta sustanciosa información, resultaría imposible abordar cualquier embarcación en un área tan extensa como es el llamado “cuerno de África”; y menos con las embarcaciones que emplean los piratas, muchas de ellas simples cayucos.
Una vez se ha producido el secuestro, entran en juego bufetes de abogados y consultoras ubicadas en Londres (los mismos que previamente informaron a los piratas), que actúan como “negociadores” entre las empresas propietarias de los buques apresados, y sus captores. Evidentemente, esta negociación queda fuera del ámbito diplomático y no tiene carácter humanitario (salvar las vidas de los secuestrados), sino financiero (obtener una “comisión” según la cuantía del rescate).
Una vez llegado a un acuerdo, el pago se realiza en sucursales de bancos ingleses radicadas en paraísos fiscales de territorios británicos de ultramar y de la Commonwealth, como las Islas Caimán o la Isla de Jersey. Los “mediadores”, junto con las entidades bancarias, son los encargados de hacer llegar finalmente el dinero a los piratas. La ausencia de normativa legal respecto a las transacciones realizadas hacia estos territorios, el avance de las comunicaciones, y la connivencia entre la City británica y sus ex-colonias, hacen por tanto de la piratería del siglo XXI un negocio más que rentable.
¿Se habrá equivocado la Audiencia Nacional a la hora de encarcelar a los dos piratas somalíes? Si realmente se quiere erradicar la piratería sería más efectivo que, en vez de enviar fragatas al Índico a escoltar nuestros barcos (por cierto, ¿desde cuándo se emplea al ejército -que pagamos todos- para asegurar una actividad privada?), la Operación Atalanta se reconvirtiese en una redada a desarrollar en la capital londinense. Pues a la vista de los datos, parece lógico pensar que el 50% del botín del Alakrana que no han cobrado los piratas vaya a parar a estos “negociadores”, en concepto de información y blanqueo de capitales.
Son por tanto súbditos británicos los que, sin que ninguna autoridad inglesa -ni europea- tome cartas en el asunto, están empleando a jóvenes somalíes como brazo armado low cost, emulando así las mejores hazañas de Sir Francis Drake, o Edward Teach Barbanegra. Pero en estos nuevos tiempos, para llenarse los bolsillos los piratas no necesitan del beneplácito de su graciosa majestad: Les basta una conexión de ordenador, y la opacidad que les proporcionan los mercados financieros. Es la piratería versión 2.0.
Osvaldo Midore
Tras la feliz resolución del secuestro del atunero Alakrana, se acaba una odisea que podría catalogarse de vodevil, de no ser por la situación de angustia que, sin duda, habrán vivido los familiares y amigos de los marineros durante estos 47 días.
En nuestro país, hemos asistido a un nuevo pim pam pum jurídico, político y mediático donde, una vez más, hay quien ha visto la oportunidad perfecta para sacar rédito electoral a toda costa, aunque esa costa se encuentre a miles de millas y se juegue con la suerte de los pescadores. Pero dejando a un lado las consideraciones nacionales, el caso Alakrana esconde un complejo tinglado internacional cuyo escenario no sólo se encuentra en las aguas del Índico.
Somalia es el perfecto ejemplo de lo que se denominan “estados fallidos”: sin un sistema político o jurídico efectivo ni sobre sus nacionales, ni mucho menos sobre su territorio, el país se encuentra fragmentado en pequeñas regiones controladas por señores de la guerra. Creado casi con tiralíneas a partir de distintos territorios coloniales italianos y británicos en 1960, Somalia lleva prácticamente 20 años en situación de guerra civil y luchas tribales, además de mantener un enquistado conflicto armado con su vecino, Etiopía, que ha llevado a la hambruna y la muerte a millones de personas. Los intentos de pacificación realizados por la ONU y EE.UU. fueron un sonoro fracaso (todos recordaremos en 1993 el episodio del derribo del Black Hawk). Es, además, el país con el mayor índice de mortandad infantil y de analfabetismo de toda África.
A primera vista, un territorio con semejante situación política y económica no parece el mejor lugar para que barcos de distinta nacionalidad faenen en sus costas. A no ser que eso sea precisamente lo que se busque: la ausencia de legalidad, con el fin de poder esquilmar los recursos pesqueros con toda impunidad. Somalia conserva en sus costas el mayor caladero de atún rojo del mundo, una especie muy cotizada y prácticamente extinguida en otras áreas como el Mediterráneo. Evidentemente, las técnicas de explotación pesquera que desarrollan los buques enviados a esta zona del Índico (incluidos los españoles), a buen seguro serían perseguidas por parte de las autoridades en cualquier otro país que contase con un gobierno y leyes efectivas.
Además, la situación geoestratégica de Somalia, en la encrucijada de las rutas marítimas de Oriente Medio y Asia, se convierte en un lugar perfecto -al no existir control medioambiental alguno-, para que cargueros, portacontenedores, y petroleros realicen tareas de limpieza de sus sentinas, contaminando las aguas territoriales somalíes con residuos de todo tipo, incluidos los radiactivos. Tras el tsunami de 2004, dichos residuos llegaron hasta la costa, emponzoñando las playas y los acuíferos, y provocando miles de afectados por intoxicaciones por sustancias químicas y radiactivas.
Así pues, en un país arrasado por la guerra, el hambre, y con sus recursos naturales expoliados o contaminados, parece comprensible que una forma “viable” de vida para la juventud somalí sea la piratería. Y, como ya sucediera meses atrás con el Playa de Baquio, la resolución del secuestro del Alakrana ha concluido con el pago de un rescate de 2,5 millones de euros, según las informaciones oficiales. Pero dicho pago no se ha abonado mediante una maleta repleta de billetes entregada directamente a los somalíes que se encuentran a bordo del buque, ni tampoco a sus cómplices en la costa. El pago del rescate se ha efectuado mediante una transferencia por internet a una cuenta en alguna exótica isla caribeña.
Resulta difícil imaginar a uno de estos piratas, que difícilmente habrán visto un ordenador en su vida, accediendo a los sistemas de banca electrónica y retirando dichos fondos para cobrar su botín. Por tanto, ¿dónde se encuentran realmente los piratas? ¿dentro o fuera del barco?
Según las informaciones publicadas, tan sólo el 50% del rescate quedaría como botín “en efectivo” en manos de los piratas. El otro 50% se destinará a financiar futuras acciones, y al pago de sobornos. ¿Qué clase de negocio lucrativo es este en el que tan sólo se cobra la mitad de los beneficios?. La respuesta es simple: los piratas no serían capaces de desarrollar su labor filibustera de no contar con una intrincada red cuyo núcleo no se encuentra en una chabola de Mogadiscio, sino en lujosos despachos de la City londinense.
Un informe de la inteligencia militar europea hecho público en mayo desvelaba que los piratas somalíes reciben información desde el Reino Unido, a través de teléfonos satelitales y sistemas GPS, sobre los barcos que pueden secuestrarse, sus nombres, sus rutas, sus cargas, y sus nacionalidades. Así sucedió, por ejemplo, con el intento de secuestro en marzo del atunero vasco Felipe Ruano. De no ser por esta sustanciosa información, resultaría imposible abordar cualquier embarcación en un área tan extensa como es el llamado “cuerno de África”; y menos con las embarcaciones que emplean los piratas, muchas de ellas simples cayucos.
Una vez se ha producido el secuestro, entran en juego bufetes de abogados y consultoras ubicadas en Londres (los mismos que previamente informaron a los piratas), que actúan como “negociadores” entre las empresas propietarias de los buques apresados, y sus captores. Evidentemente, esta negociación queda fuera del ámbito diplomático y no tiene carácter humanitario (salvar las vidas de los secuestrados), sino financiero (obtener una “comisión” según la cuantía del rescate).
Una vez llegado a un acuerdo, el pago se realiza en sucursales de bancos ingleses radicadas en paraísos fiscales de territorios británicos de ultramar y de la Commonwealth, como las Islas Caimán o la Isla de Jersey. Los “mediadores”, junto con las entidades bancarias, son los encargados de hacer llegar finalmente el dinero a los piratas. La ausencia de normativa legal respecto a las transacciones realizadas hacia estos territorios, el avance de las comunicaciones, y la connivencia entre la City británica y sus ex-colonias, hacen por tanto de la piratería del siglo XXI un negocio más que rentable.
¿Se habrá equivocado la Audiencia Nacional a la hora de encarcelar a los dos piratas somalíes? Si realmente se quiere erradicar la piratería sería más efectivo que, en vez de enviar fragatas al Índico a escoltar nuestros barcos (por cierto, ¿desde cuándo se emplea al ejército -que pagamos todos- para asegurar una actividad privada?), la Operación Atalanta se reconvirtiese en una redada a desarrollar en la capital londinense. Pues a la vista de los datos, parece lógico pensar que el 50% del botín del Alakrana que no han cobrado los piratas vaya a parar a estos “negociadores”, en concepto de información y blanqueo de capitales.
Son por tanto súbditos británicos los que, sin que ninguna autoridad inglesa -ni europea- tome cartas en el asunto, están empleando a jóvenes somalíes como brazo armado low cost, emulando así las mejores hazañas de Sir Francis Drake, o Edward Teach Barbanegra. Pero en estos nuevos tiempos, para llenarse los bolsillos los piratas no necesitan del beneplácito de su graciosa majestad: Les basta una conexión de ordenador, y la opacidad que les proporcionan los mercados financieros. Es la piratería versión 2.0.
Osvaldo Midore
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